Un milagro bajo un paraguas
Aún recuerdo aquel tórrido mediodía de abril de 1988 cuando todos en Agraharam, un pueblo colindante con Anantapur, buscan desesperada-mente la mirada del hombre que camina bajo un paraguas. El termómetro supera los 50 grados pero todos sus habitantes están en la calle para ver de cerca al hombre que les ha devuelto la esperanza. Todos se arremolinan bajo ese paraguas negro y viejo para honrar a Vicente Ferrer, el hombre que tuvo un sueño. Le ponen collares de flores, le lavan los pies, le dan agua de coco, dulces, le dan las gracias, le quieren…
Le quieren desde que en 1969 llegó a Anantapur, en el estado indio de Andhra Pradesh, para enfrentarse a la pobreza absoluta, para ayudar a los que nunca recibieron ayuda, para decirles a los intocables, a los pobres de los pobres, que ellos también tenían derecho a vivir y a vivir con dignidad. Y lo hizo desde una pequeña casa que le dejó una organización protestante y en la que sólo había una mesa, una silla, una máquina de escribir y un mensaje en la pared: «Espera un milagro». Siempre recordaba esa frase y lo que pensó nada más leerla: que no había milagro que esperar, que había que salir a buscarlo, que era una locura pero que había que intentarlo.
La locura había empezado mucho antes. En las calles de Barcelona, primero; en el coro de su catedral, después; y finalmente en el frente del Ebro, durante la Guerra Civil española, donde luchó sin pegar un solo tiro en el bando republicano. En las calles de Barcelona, donde nació el 9 de abril de 1920, vio los primeros intocables de su vida; en la catedral empezó a conocer a Dios y en el frente del Ebro vio la luz que le llevó a la Compañía de Jesús. Después pasó una temporada en el campo de concentración de Betanzos antes de volver a Barcelona e irse a estudiar a un monasterio en las laderas del Moncayo. Y del Moncayo a la India.
El 13 de febrero de 1952 atracó en Bombay, atravesó la Puerta de la India y pisó por primera vez su nueva patria. «Mi nueva tierra de promisión», pensó. Sus primeros años en Mammadh, pequeña localidad al norte de la gran urbe, le supuso un auténtico descenso a los infiernos. Supo entonces que tenía que pasar a la acción, que él no había llegado allí para orar, ver y callar.
Empezó construyendo con sus manos un pequeño hospital, luego un colegio, después un pozo tras otro hasta que finalmente se puso a repartir trigo con un carro tirado por un par de bueyes.
«Nunca les hablaba de Dios, había otras prioridades», se decía y se repetía que él no había llegado hasta allí para elevar las estadísticas de bautizos.
Sus métodos empezaron a no gustar. Ni a la Compañía de Jesús ni a las autoridades locales que le veían demasiado poderoso. Estos le quisieron echar y aquellos reconducir. Pero él siguió su camino y la orden de expulsión no tardó en llegar. Fue el 27 de abril de 1968. Durante el siguiente año, mientras la burocracia iba retrasando su salida del país, cientos de miles de personas de todo el estado de Maharastra se manifestaban periódicamente en Bombay contra la salida de father Ferrer.
Fue propuesto para el Nobel de la Paz. La revista Life le sacó en portada como el santo desconocido. Al final, Indira Ganhi, presidenta del país, dijo la última palabra: «El padre Ferrer marchará al extranjero para pasar unas cortas vacaciones pero será bienvenido a su vuelta».
Quisieron convertir la victoria en derrota. La Compañía quiso atarle corto y los políticos le prohibieron volver a Maharastra. Aquellos quisieron que se dedicara exclusivamente a la enseñanza y de estos sólo el gobernador de Andhra Pradesh, una de las zonas más paupérrimas de la India, le permitió quedarse en su estado.
Y allí se fue, en 1969. Y con él, Anna Perry, una periodista inglesa de 22 años, 26 menos que él, que era la encargada de cubrir las manifestaciones de Bombay a favor de Vicente. Se conocieron el 27 de julio de 1968 («Recuerdo muy bien esa fecha» -me dice Anna- «porque estaba convencida de que ya nunca me iba a separar de él») y se casaron el 4 de abril de 1970, poco antes de que la Compañía de Jesús lo expulsara.
Fue entonces cuando Vicente Ferrer y Anna salieron a buscar ese milagro que le gritaba desde la pared de aquella humilde casa donde empezó a hacerse realidad su sueño. En 1969 habían creado RDT (Rural Development Trust o Consorcio para el Desarrollo Rural) el instrumento con el que se puso en marcha la mayor transformación que se recuerda en un estado indio a manos de una organización no gubernamental… y en 1996 vio la luz la Fundación Vicente Ferrer (FVF) y con ella un programa de apadrinamiento de niños que a día de hoy supera ya los 135.000.
Y este milagro tiene otras cifras:
Más de 2,5 millones de personas de 1.874 pueblos del distrito de Anantapur se benefician de los proyectos de RDT y la FVF.
A lo largo de estos años se han construido 39.000 viviendas.
Además, se han construido tres hospitales generales, un centro de planificación familiar, un centro para enfermos terminales de sida y 14 clínicas rurales que funcionan a pleno rendimiento.
Han levantado 1.696 escuelas y centros educativos y 120 bibliotecas que educan a 158.000 alumnos de primaria y secundaria.
Y luego están los centros especiales para invidentes, sordos, discapacitados psíquicos; un total de 1.300 shangams acogen a 15.600 personas con distintas discapacidades, que cuentan además con 18 escuelas residenciales.
También han sacado agua de donde no había: miles de pozos afloran por todo el distrito y casi 2.300 embalses de distintos tamaños consiguen dos y hasta tres cosechas por año gracias a los casi tres millones de árboles frutales plantados.
Además, más de 70.000 mujeres se han unido en más de 4.000 asociaciones para que puedan participar en cualquier aspecto de su vida o de la vida de su comunidad con los mismos derechos del hombre. Todo esto después de que en 1982 se pusiera en marcha un ambicioso plan de control de la natalidad que ha contribuido de manera significativa a mejorar el nivel y la calidad de vida de miles de mujeres.
Se podría seguir hablando de todo lo que ha cambiado la vida de los más desfavorecidos del distrito de Anantapur desde que llegó Vicente Ferrer. Pero los números no alcanzarían a dibujar realmente la labor realizada. Vicente no sólo les dio la oportunidad de vivir dignamente… No, Vicente Ferrer les dio mucho más, les dio la oportunidad de ser, les ofreció la esperanza que nunca tuvieron.
Me viene a la memoria más que nunca la cena que disfrutamos el pasado 26 de enero en Anantapur. Sentados en su comedor, devorando una tortilla de patatas con Anna y Begoña, Vicente nos contaba todo lo que todavía le quedaba por hacer. Que ese milagro que le gritaba desde aquella pared todavía era una utopía: que hacían falta más hospitales, más colegios, más agua, más trabajo. Y nos lo decía como si el futuro fuera suyo, como si le sobrara tiempo para seguir haciendo realidad cada día el milagro del pan y los peces.
Estos milagros le hicieron merecedor de un sinfín de galardones: desde el Príncipe de Asturias de la Concordia 1998 a la reciente concesión de la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil. Pero no son estos galardones los que más feliz le hicieron, no, él buscó siempre la sonrisa de cualquier niño.
El pasado 20 de marzo sufrió una embolia cerebral de la que ya no ha podido recuperarse. Si en algún momento desde entonces le ha vuelto la lucidez seguro que ha reflexionado y ha llegado a la conclusión de que lo dejaba todo en buenas manos: en las de Anna y en las de Moncho, el segundo de sus tres hijos, el sucesor, el que sigue sus pasos; sin olvidarse de sus hijas Tara y Yamuna, de sus seis nietos y de los millones de personas en todo el mundo que nunca permitirán que se extinga ni su memoria ni su obra.
Aún recuerdo aquella entrevista que le hice en 1998, allí en la India, cuando me dijo que ya había elegido el lugar donde descansaría cuando se fuera. Está, me dijo, en la ladera de una de las montañas que rodean Anantapur. No quería que se convirtiera en lugar de peregrinaje pero sí que cuando las gentes pasaran por su lado pudieran decir: «Allí está Vicente». Y será verdad porque Vicente Ferrer, el hombre que tuvo un sueño, nunca se irá de Anantapur. Permanecerá allí, siempre terco, inagotable e indeleble en la ladera de esa montaña, hasta que averigüe por sí mismo que el milagro era él.
Fernando BaetaEl Mundo 19/06/09
Fundación Vicente Ferrer:http://www.fundacionvicenteferrer.org/esp/home.php
Aún recuerdo aquel tórrido mediodía de abril de 1988 cuando todos en Agraharam, un pueblo colindante con Anantapur, buscan desesperada-mente la mirada del hombre que camina bajo un paraguas. El termómetro supera los 50 grados pero todos sus habitantes están en la calle para ver de cerca al hombre que les ha devuelto la esperanza. Todos se arremolinan bajo ese paraguas negro y viejo para honrar a Vicente Ferrer, el hombre que tuvo un sueño. Le ponen collares de flores, le lavan los pies, le dan agua de coco, dulces, le dan las gracias, le quieren…
Le quieren desde que en 1969 llegó a Anantapur, en el estado indio de Andhra Pradesh, para enfrentarse a la pobreza absoluta, para ayudar a los que nunca recibieron ayuda, para decirles a los intocables, a los pobres de los pobres, que ellos también tenían derecho a vivir y a vivir con dignidad. Y lo hizo desde una pequeña casa que le dejó una organización protestante y en la que sólo había una mesa, una silla, una máquina de escribir y un mensaje en la pared: «Espera un milagro». Siempre recordaba esa frase y lo que pensó nada más leerla: que no había milagro que esperar, que había que salir a buscarlo, que era una locura pero que había que intentarlo.
La locura había empezado mucho antes. En las calles de Barcelona, primero; en el coro de su catedral, después; y finalmente en el frente del Ebro, durante la Guerra Civil española, donde luchó sin pegar un solo tiro en el bando republicano. En las calles de Barcelona, donde nació el 9 de abril de 1920, vio los primeros intocables de su vida; en la catedral empezó a conocer a Dios y en el frente del Ebro vio la luz que le llevó a la Compañía de Jesús. Después pasó una temporada en el campo de concentración de Betanzos antes de volver a Barcelona e irse a estudiar a un monasterio en las laderas del Moncayo. Y del Moncayo a la India.
El 13 de febrero de 1952 atracó en Bombay, atravesó la Puerta de la India y pisó por primera vez su nueva patria. «Mi nueva tierra de promisión», pensó. Sus primeros años en Mammadh, pequeña localidad al norte de la gran urbe, le supuso un auténtico descenso a los infiernos. Supo entonces que tenía que pasar a la acción, que él no había llegado allí para orar, ver y callar.
Empezó construyendo con sus manos un pequeño hospital, luego un colegio, después un pozo tras otro hasta que finalmente se puso a repartir trigo con un carro tirado por un par de bueyes.
«Nunca les hablaba de Dios, había otras prioridades», se decía y se repetía que él no había llegado hasta allí para elevar las estadísticas de bautizos.
Sus métodos empezaron a no gustar. Ni a la Compañía de Jesús ni a las autoridades locales que le veían demasiado poderoso. Estos le quisieron echar y aquellos reconducir. Pero él siguió su camino y la orden de expulsión no tardó en llegar. Fue el 27 de abril de 1968. Durante el siguiente año, mientras la burocracia iba retrasando su salida del país, cientos de miles de personas de todo el estado de Maharastra se manifestaban periódicamente en Bombay contra la salida de father Ferrer.
Fue propuesto para el Nobel de la Paz. La revista Life le sacó en portada como el santo desconocido. Al final, Indira Ganhi, presidenta del país, dijo la última palabra: «El padre Ferrer marchará al extranjero para pasar unas cortas vacaciones pero será bienvenido a su vuelta».
Quisieron convertir la victoria en derrota. La Compañía quiso atarle corto y los políticos le prohibieron volver a Maharastra. Aquellos quisieron que se dedicara exclusivamente a la enseñanza y de estos sólo el gobernador de Andhra Pradesh, una de las zonas más paupérrimas de la India, le permitió quedarse en su estado.
Y allí se fue, en 1969. Y con él, Anna Perry, una periodista inglesa de 22 años, 26 menos que él, que era la encargada de cubrir las manifestaciones de Bombay a favor de Vicente. Se conocieron el 27 de julio de 1968 («Recuerdo muy bien esa fecha» -me dice Anna- «porque estaba convencida de que ya nunca me iba a separar de él») y se casaron el 4 de abril de 1970, poco antes de que la Compañía de Jesús lo expulsara.
Fue entonces cuando Vicente Ferrer y Anna salieron a buscar ese milagro que le gritaba desde la pared de aquella humilde casa donde empezó a hacerse realidad su sueño. En 1969 habían creado RDT (Rural Development Trust o Consorcio para el Desarrollo Rural) el instrumento con el que se puso en marcha la mayor transformación que se recuerda en un estado indio a manos de una organización no gubernamental… y en 1996 vio la luz la Fundación Vicente Ferrer (FVF) y con ella un programa de apadrinamiento de niños que a día de hoy supera ya los 135.000.
Y este milagro tiene otras cifras:
Más de 2,5 millones de personas de 1.874 pueblos del distrito de Anantapur se benefician de los proyectos de RDT y la FVF.
A lo largo de estos años se han construido 39.000 viviendas.
Además, se han construido tres hospitales generales, un centro de planificación familiar, un centro para enfermos terminales de sida y 14 clínicas rurales que funcionan a pleno rendimiento.
Han levantado 1.696 escuelas y centros educativos y 120 bibliotecas que educan a 158.000 alumnos de primaria y secundaria.
Y luego están los centros especiales para invidentes, sordos, discapacitados psíquicos; un total de 1.300 shangams acogen a 15.600 personas con distintas discapacidades, que cuentan además con 18 escuelas residenciales.
También han sacado agua de donde no había: miles de pozos afloran por todo el distrito y casi 2.300 embalses de distintos tamaños consiguen dos y hasta tres cosechas por año gracias a los casi tres millones de árboles frutales plantados.
Además, más de 70.000 mujeres se han unido en más de 4.000 asociaciones para que puedan participar en cualquier aspecto de su vida o de la vida de su comunidad con los mismos derechos del hombre. Todo esto después de que en 1982 se pusiera en marcha un ambicioso plan de control de la natalidad que ha contribuido de manera significativa a mejorar el nivel y la calidad de vida de miles de mujeres.
Se podría seguir hablando de todo lo que ha cambiado la vida de los más desfavorecidos del distrito de Anantapur desde que llegó Vicente Ferrer. Pero los números no alcanzarían a dibujar realmente la labor realizada. Vicente no sólo les dio la oportunidad de vivir dignamente… No, Vicente Ferrer les dio mucho más, les dio la oportunidad de ser, les ofreció la esperanza que nunca tuvieron.
Me viene a la memoria más que nunca la cena que disfrutamos el pasado 26 de enero en Anantapur. Sentados en su comedor, devorando una tortilla de patatas con Anna y Begoña, Vicente nos contaba todo lo que todavía le quedaba por hacer. Que ese milagro que le gritaba desde aquella pared todavía era una utopía: que hacían falta más hospitales, más colegios, más agua, más trabajo. Y nos lo decía como si el futuro fuera suyo, como si le sobrara tiempo para seguir haciendo realidad cada día el milagro del pan y los peces.
Estos milagros le hicieron merecedor de un sinfín de galardones: desde el Príncipe de Asturias de la Concordia 1998 a la reciente concesión de la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil. Pero no son estos galardones los que más feliz le hicieron, no, él buscó siempre la sonrisa de cualquier niño.
El pasado 20 de marzo sufrió una embolia cerebral de la que ya no ha podido recuperarse. Si en algún momento desde entonces le ha vuelto la lucidez seguro que ha reflexionado y ha llegado a la conclusión de que lo dejaba todo en buenas manos: en las de Anna y en las de Moncho, el segundo de sus tres hijos, el sucesor, el que sigue sus pasos; sin olvidarse de sus hijas Tara y Yamuna, de sus seis nietos y de los millones de personas en todo el mundo que nunca permitirán que se extinga ni su memoria ni su obra.
Aún recuerdo aquella entrevista que le hice en 1998, allí en la India, cuando me dijo que ya había elegido el lugar donde descansaría cuando se fuera. Está, me dijo, en la ladera de una de las montañas que rodean Anantapur. No quería que se convirtiera en lugar de peregrinaje pero sí que cuando las gentes pasaran por su lado pudieran decir: «Allí está Vicente». Y será verdad porque Vicente Ferrer, el hombre que tuvo un sueño, nunca se irá de Anantapur. Permanecerá allí, siempre terco, inagotable e indeleble en la ladera de esa montaña, hasta que averigüe por sí mismo que el milagro era él.
Fernando BaetaEl Mundo 19/06/09
Fundación Vicente Ferrer:http://www.fundacionvicenteferrer.org/esp/home.php
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