Cuando el gobierno de un país constitucionalmente aconfesional legisla, lo hace en virtud del poder que le otorga el voto de las urnas. El poder le viene del pueblo y el gobierno lo ejerce de acuerdo a esa constitución, mirando al desarrollo integral de la ciudadanía a quien sirve. No vale por tanto refugiarse en un complejo de persecución por la simple percepción de que la ley emanada de ese gobierno no concuerda con los postulados de una confesión religiosa.
Este complejo de persecución afecta en el caso de España a la religión católica y nace de dos apriorismos ajenos al quehacer político del país. Se parte, en primer lugar, de la posesión absoluta y exclusiva de la verdad. Este monopolio trunca la búsqueda como tarea humana inalienable, y es consecuencia, en segundo término, de una inercia histórica que tiene su origen en el concubinato Iglesia-Estado mantenido durante cuarenta años. Muerto el dictador, la Iglesia no se acostumbra a su luctuosa viudedad y permanece plañidera junto a la tumba del Valle de los Caídos añorante no sólo de su figura salvadora de la patria, sino de los beneficios que su presencia le reportaba.
La Constitución del 78 tuvo la valentía de echarse a caminar sin la sombra protectora de un Dios en el que siempre nos apoyamos los que vivimos el triste período anterior por imposición política y jerárquica. Deberíamos en el futuro vivir a la intemperie, modelándonos en el vértigo de la libertad, abriéndonos camino hacia la muerte como plenitud humana, soportando gozosamente la soledad ontológica que cada uno somos.
El hombre se interpreta a sí mismo como pregunta, como interrogante oscura que se sustenta en la projimidad, en el encuentro amoroso, en la esperanza preñada de utopía. (Digamos entre paréntesis que este es el hombre laico, pero que tal vez sea también la forma única de ser cristiano)
En este auténtico sentido del quehacer humano y humanizante, la Iglesia no debe sentirse paralela a la situación existencial del hombre ni experimentarse desplazada cada vez que la sociedad haga senderos, invente horizontes y camine resueltamente hacia ellos. Cada uno es responsable de sí mismo ante la propia conciencia.
No se entierra el amor cuando una pareja decide buscar amaneceres distintos con su mochila enamorada. ¿Es pecado el divorcio? Allá. Pero ciertamente no es un delito. ¿Es pecado la homosexualidad? Algunos, qué triste, no entenderán nunca el perfil exquisito de las rosas porque son adoradores incondicionales de las espinas.
La Iglesia necesita vivir en viernes santo, velando el cadáver de algún muerto espúreo, y prohíbe la explosión resurreccional de la libertad humana. Es domingo en los rosales y en el abrazo laico de las olas.
Rafael Fernando Navarro
http://marpalabra.blogspot.com
jueves, 30 de julio de 2009
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